La
muchacha regresa a la casa junto al lago, acude allí siempre que puede, siempre
que su trabajo le deja un instante de calma, acude en busca de paz y serenidad.
Desde que tiene recuerdos ese tranquilo lugar ha atraído a su persona como un imán. En los últimos tiempos acude más a menudo, para contemplar a las tres niñas que
se están convirtiendo en mujercitas ante sus ojos. Durante los últimos años las
ha visto jugar, reír y llorar, charlar de sus cosas como hermanas, enfadarse y
pelearse, perdonarse y abrazarse. Las ha
visto crecer, física y mentalmente. Ha visto llorar, a moco tendido, a Cris el día que tuvo
que ir al dentista a ponerse el aparato dental, ha escuchado el llanto quedo de Nuria cada noche cuando se
duerme y ha espiado a Alicia mientras escribe, a escondidas, historias y
recuerdos de su padre, en un viejo cuaderno de tapas negras que oculta bajo su
cama, como su mayor tesoro.
La
muerte de su padre siempre está presente en la vida de las tres muchachas. Fue
un trauma difícil de superar que marcó su
infancia. Las dos mayores acosadas por los recuerdos, la pequeña por el
tremendo vacío, la enorme ausencia que dejó en sus vidas que nadie ha podido
llenar. La madre jamás superó el dolor producido por la trágica muerte de su
esposo y vaga por la cabaña junto al lago como un fantasma, casi ajena por
completo a la vida de sus hijas que han tenido que criarse, sólo bajo la
vigilancia de la muchacha que viene a visitarlas, de cuando en cuando, en
cuanto su absorbente trabajo se lo permite.